martes, 11 de marzo de 2008

Capítulo Cuarto

Eran las ocho de la mañana cuando me presenté en la entrada del museo. Como todos los lunes, el museo estaba cerrado al público; supongo que por eso habían escogido ese día. Esperaba encontrarme a más gente por allí con cara de despistadas como yo, pero por el contrario, la calle mostraba el aspecto que se podía esperar de ella un lunes a esta hora; nadie con apariencia de científico superdotado rondaba por allí cerca. Confieso que me llevé una desilusión, por un momento llegué a pensar que todo había sido una estúpida broma y que alguien me la había jugado; me sentía ridículo en aquella situación.
Gracias a Dios pronto aparecieron varias personas más, en concreto, dos mujeres y un hombre, todos de mediana edad, más o menos como yo. Casi al mismo tiempo se abrió una pequeña puerta de servicio que se encontraba a unos metros de la entrada principal. Salió un señor mayor, de unos sesenta años, que después de saludarnos muy afectivamente nos invitó a pasar y nos condujo hacia una sala de espera. Nos dijo que permaneciésemos allí mientras llegaba el resto de invitados.
Para mi alivio, en esa sala había más personas esperando, yo calculé unas veinte, aproximadamente. También habían tenido el detalle de prepararnos una mesa al fondo de la sala con todo tipo de bebidas y bollería como para completar un buen desayuno mientras esperábamos.
Allí había gente de lo más variopinta; me fijé que la edad de la mayoría rondaba entre los treinta y los sesenta. Había varios grupitos de personas charlando animadamente que, al parecer, ya se conocían. Otros sólo se hacían comentarios de compromiso; y el resto, entre los que me incluía yo, permanecíamos aislados, observando y esperando en silencio a que alguien se nos acercase para preguntarnos algo.
La primera impresión no fue precisamente como la esperada. No conocía a nadie de los que estaban allí; ni siquiera me sonaba la cara de ninguno de ellos; no parecían grandes personalidades, ni premios nóbeles ni nada parecido. En principio no sabía si alegrarme por encontrarme entre gente sencilla, como yo, o por el contrario, debería preocuparme, ya que esta gente, se suponía, que tenían que salvar al mundo. Seguramente ellos pensarían lo mismo al verme a mí; a pesar de ser uno de los escritores más leídos del mundo (o por lo menos, con más libros vendidos), no se puede decir que yo fuera un personaje muy conocido. Eso era debido a mi poca afición a los medios de comunicación, de la que ya he hablado antes; en toda mi carrera tan sólo había concedido dos entrevistas en diferentes publicaciones, hacía ya algunos años, y jamás había salido por televisión, no obstante debo decir que han sido muchas las ocasiones en que me han invitado (creo que esto ya lo he repetido alguna vez).
En contra de lo que le gustaría a mi editor, tengo que reconocer que me encanta el anonimato, es más, una de las cosas que más valoro en esta vida es precisamente la intimidad; la necesito, y estoy dispuesto a hacer lo que sea por conservarla, aunque para ello tenga que vender la mitad de libros de los que pudiera.
Sin embargo, aún así y todo, por donde quiera que voy siempre hay alguien que me conoce; normalmente lectores que se han fijado en la foto mía que aparece en la contraportada de mis libros. Si no se ponen muy pesados, no suele importarme, a veces, incluso, es agradable que te pidan un autógrafo por la calle o me feliciten por mi último libro, que es lo más habitual que me suele ocurrir.
También en esta ocasión me encontré con una de mis incondicionales lectoras. Se me acercó una chica de unos treinta y pocos años de aspecto atlético y muy atractiva. Casualmente me había fijado en ella nada más entrar.
–¿Pablo Torres? –me preguntó–. Es usted Pablo Torres, el escritor, ¿no es así?
–Lo confieso; sí, soy Pablo Torres –contesté intentando parecer sociable.
–Vaya, no sabe cuanto me alegro de encontrarle aquí; me he leído todos sus libros. Me encantan. Y dígame una cosa señor Torres, ¿conoce usted bien a nuestro anfitrión? Porque a mí me tiene intrigadísima.
Aunque un poco charlatana, a primera vista parecía una muchacha muy simpática y educada y, si le sumamos a eso su físico, seguramente en este momento yo sería la persona más envidiada de la sala. Pensé que sería mejor no defraudarla. Había oído decir demasiadas veces a otras personas que, después de conocer cara a cara a personas a las que habían considerado como ídolos suyos, se habían sentido defraudadas porque no eran lo que esperaban. A mí también me había ocurrido eso en alguna ocasión, y con los escritores suele ser muy habitual, ya que los lectores sólo nos conocen por lo que escribimos, y en demasiadas ocasiones no suele corresponderse con lo que somos. A mi me aterraba que alguno de mis lectores pensara eso de mí, por eso cada vez que me encontraba con uno procuraba ser lo más prudente posible e intentaba no enrollarme demasiado.
–Pues si quiere que le diga la verdad, no –le contesté amablemente–. Sólo nos hemos visto en una ocasión, hace algo más de dos semanas. ¿Hace mucho que habló con usted?, señorita...
–Oh, perdone, no me he presentado; me llamo Irene –me dijo, estrechándome la mano demasiado enérgicamente para ser mujer–. Soy coordinadora en este país de Reporteros del Mundo, ya sabe, la ONG; supongo que habrá oído hablar de nosotros.
Lo cierto es que ni siquiera sabía que existía semejante ONG, pero asentí educadamente, no quería parecer un analfabeto desinformado.
–También yo he visto a Santiago tan sólo una vez –continuó diciendo–. Hace ya casi un mes. Todo un personaje ¿no cree? No sé lo que habrá hablado con usted, pero a mí me tiene muy intrigada con todo eso que pretende hacer. Me muero de impaciencia por conocer su plan.
–Ya veo que a usted también...
–Por favor tutéeme –me interrumpió–; si vamos a trabajar juntos creo que será lo mejor.
–De acuerdo –me gustaba eso de trabajar juntos–, nos tutearemos mutuamente. Como iba diciendo, a ti también te ha hablado de su plan, por lo que veo. A mí me ocurre lo mismo, también estoy impaciente por saber de qué se trata.
–Por cierto, ¿cómo logro convencerte de quién era? Porque yo reconozco que se lo puse algo difícil. Imagínate, pensé que me estaban gastando una de esas bromas con cámara oculta. No podía creer que eso me estuviera ocurriendo a mí. Incluso después de que se levantara por el aire hasta el techo de mi despacho, no podía creerlo; tuvo que coger y levantarme a mí también con él. Me llevé un susto de muerte. Si no me impide gritar, se hubiera enterado todo el edificio, qué vergüenza pasé.
Ahora entendía lo de las ridículas demostraciones que me comentó Santiago cuando nos vimos. Empecé a explicarle a Irene que conmigo lo había tenido mucho más fácil pero en ese momento se me acercó nuestro anfitrión que, con la charla no nos habíamos percatado de que había entrado en la sala.
Parecía otro, casi no lo conocí. Iba bien vestido y con el pelo recogido en una coleta. A su lado le acompañaba una mujer de entre cuarenta y cincuenta años de edad, aunque su forma de vestir informal la hacía parecer más joven a primera vista.
–Me alegro que hayas venido, Pablo –me dijo estrechándome la mano cordialmente.
–No podía perdérmelo –le respondí en el mismo tono.
–Ya veo que os conocéis –dijo dirigiéndose también a Irene–. Eso es bueno, seguramente vais a pasar mucho tiempo juntos. Os gustará, los dos tenéis muchas cosas en común.
Por un momento se me vino a la mente Amanda. No creo que le gustase mucho aquella situación; aunque, qué demonios, ojos que no ven...
Santiago me presentó a su acompañante. Me llevé una grata sorpresa; se trataba de Yolanda Ramos. Yo había oído hablar de ella en alguna ocasión, ya que era la directora general en esta país de Hospitales sin Frontera, una de las ONG`s más influyentes en el mundo y, de la cual yo era socio hacía muchos años.
Aquello iba teniendo ya mejor pinta; las dos personas a las que había conocido pertenecían a dos ONG`s distintas. Eso me gustaba. Siempre me habían causado mucha admiración este tipo de organizaciones y las personas que trabajan en ellas. Es cierto que algunas tenían mala fama por su falta de transparencia y por su vinculación con los políticos, y que muchas personas se escudaban en esto para explicar su falta de solidaridad hacia los más necesitados. Pero me parecía despreciable por parte de estas personas el hecho de meter a todas en el mismo saco.
En una ocasión tuve que escribir sobre estas organizaciones, y me informé bien sobre el trabajo que hacen, sobretodo Hospitales sin Frontera, que era la que mejor conocía. Me pareció increíble el espíritu de sacrificio que poseen todas estas personas. Yo sería incapaz de vivir así, apenas tienen vida privada. Muchos de ellos tienen que estar disponibles las veinticuatro horas del día, los siete días de la semana. En cualquier momento puede surgir una crisis o una catástrofe natural en cualquier parte del mundo, y allí estarán ellos, prestando su ayuda totalmente desinteresada; sin contar con las innumerables misiones que tienen repartidas por todo el planeta, en condiciones infrahumanas, poniendo en peligro sus vidas a cada instante y, en la mayoría de los casos, sin poder contar con la colaboración de los gobiernos ni ejércitos.
No cabía duda de que si alguien tenía que salvar el planeta, aquellos eran los mejores. Poco a poco, mi confianza en Santiago se iba afianzando. Me sentía optimista cuando, después de una breve charla con otros de los asistentes, Santiago nos hizo pasar a todos a una especie de salón de juntas con una gran mesa ovalada donde nos podíamos sentar todos viéndonos las caras.

3 comentarios:

caselo dijo...

Pedro, un saludo especial. Primero decirte que no soy crítico literario; me gusta leer los blogs por que aprendo muchísimo de cada uno. Además admiro a quien se atreve a expresar con palabras su visión del mundo. En cuanto a tu obra merece todo mi respeto y la aprecio por su contenido, estructura y reflexión. La primera persona es un recurso acertado para tu novela, podría decir que es obligatoria, aunque-para ser honesto- prefiero utilizar la tercera cuando escribo cuentos o crónicas. Creo que fue en los primeros dos capítulos que me pareció encontrar la esencia del texto. Si no me equivoco Santiago viene a ser ese Mesias que pese a su desarrollo mental y espiritual, es a su ez muy humano. Claro, si te vas a referir a él como un "semidios" o algo por el estilo me parece interesante el contexto del castigo a los terroristas; no obstante confieso que desterrar la violencia con más violencia-así provenga de Dios-es a mi modo de ver un asunto peligroso y que en últimas contribuye a que se derrame más sangre. Finalmente algo me llamó poderosamente la atención. Santiago cuestiona a Pablo acerca de los sistemas de gobierno y le pregunta que si prefiere un Dictador con mano fuerte pero que sea capaz de mantener el orden o un juego democrático corrupto. No sé Pedro, habría que dar más argumentos al lector; al fin y al cabo en Latinoamérica hemos padecido el horror de las dictaduras militares y el "despelote" de las democracias hipotecadas a intereses individuales. En ninguno de los dos casos se ha mantenido el oreden.
Un fuerte abrazo Pedro, de ante mano te felicit y cuéntame entre tus lectores desde ya. La historia vale la pena y la he disfrutado muchísimo.
Desde Colombia, Carlos Eduardo

Anónimo dijo...

He disfrutado leyendote y despues de la mañana que he tenido es de agradecer.Me ha gustado. saludos
anamorgana

genialsiempre dijo...

Me salté el comentario al tercer capítulo, pues tenía tiempo para leer el cuerto. Esto sigue una línea muy amena. Además los capítulos no excesivamente largos facilitan la lectura.
Me gusta.

josé María