lunes, 2 de junio de 2008

Capítulo Dieciseis

Ese día tuve que madrugar; no me costó mucho ya que los nervios no me habían dejado dormir demasiado. Desde que hace dos días me mandara un mensaje Irene quedando para hoy en mi casa con ella y Santiago, estaba que no vivía. ¡Santiago en mi propia casa!
Podía parecer una tontería, pero después de lo que le había visto hacer en estos últimos meses, mi visión con respecto a este hombre había cambiado diametralmente. Para mí, Santiago, ya no era aquel tipo extraño e idealista al que conocí en la cafetería de mi barrio; ahora se había convertido en todo un héroe, lo veneraba prácticamente como al Dios por el que se había hecho pasar ante todo el mundo. No tenía ni idea de lo que le diría al verlo; ni siquiera me imaginaba tratándolo de tú como lo habíamos hecho hasta ahora. Me resultaría muy difícil disimular la emoción que seguramente sentiría cuando me encontrase frente a él.
En el correo, Irene me comentó que llegarían temprano, así que ya me encargué el día anterior de adecentar la casa lo mejor posible. Seguramente él ni se fijaría, tenía cosas más importantes en las que pensar, pero quería que estuviera todo en orden, supongo que para dar una buena impresión; además también estaba Irene, y ella seguro que prestaría más atención a los detalles. Después de haber estado escribiéndonos casi a diario durante más de tres meses, habíamos llegado a congeniar bastante bien. Lo cierto es que no sabía muy bien a quién tenía más ganas de ver de los dos.
Mi relación con Amanda se había distanciado más de lo normal últimamente. Con todo lo que estaba pasando en el mundo, ella estaba muy ocupada con su trabajo andando de aquí para allá por todo el planeta, y la verdad es que yo tampoco había hecho mucho para evitarlo. Ahora mismo tenía otras prioridades que consideraba más importantes, no podía permitirme el lujo de andar preocupándome por una relación a distancia como la que tenía con Amanda que, por otro lado, yo la consideraba más como un pasatiempo que como algo serio.
Esta hipotética ruptura me sirvió también para relajarme un poco y poder dedicarle todo mi tiempo a la importante tarea que tenía entre manos, como era la documentación y recopilación de todos los datos sobre la labor que estaba realizando Santiago en el mundo, para poder escribirlos posteriormente lo más fielmente posible.
Efectivamente no tardaron en llegar. Nada más verlos, me tranquilicé bastante; la apariencia de Santiago no tenía nada que ver con la de ese gran Dios majestuoso que aparecía por televisión volando por los aires tras inmensas nubes, rugiendo a los cuatro vientos, derribando edificios enteros con un solo gesto o sembrando el pánico ante grandes ejércitos fuertemente armados. Nada de eso; ahora volvía a ser ese tipo sencillo que logró cautivarme no hace mucho con sus palabras, más que con sus poderes.
Otra cosa que también me tranquilizó mucho fue la alegría que reflejaba en su rostro; señal de que todo estaba saliendo como él lo había planeado. Irene estaba tal y como yo la recordaba, guapísima y resplandeciente, aunque en su cara se le notaba algo de cansancio. También a ella la veía con otros ojos después de este tiempo; me pareció más cercana, como si no nos hubiéramos separado desde que nos conocimos en el museo. No me la podía imaginar corriendo con una cámara al cuello por lugares inhóspitos rodeada de tipos armados y peligrosos.
Después de saludarnos muy calurosamente, les ofrecí un café que ya tenía preparado y nos sentamos en el salón.
–No me puedo creer que estéis aquí –comencé diciendo para romper un poco el hielo–. Anoche mismo te estuve viendo por televisión destruyendo un arsenal, ¿dónde era?, en Kosovo creo.
–Sí, en Prístina exactamente –me respondió–. Se trataba de un arsenal muy bien equipado que utilizaban las guerrillas albano-kosovares. La verdad es que no he podido descansar mucho, que digamos, pero ya habrá tiempo para eso. Tenemos mucho trabajo que hacer todavía. Supongo que te imaginarás por qué hemos venido.
–Pues no sé qué decirte. El plan que trazaste parece que va mucho más deprisa de lo que pensamos. Imagino que querrás seguir adelante con él.
–Por supuesto, pero primero dime una cosa, ¿qué ambiente se respira en la calle? ¿Cómo ves tú la situación con todo lo que ha pasado? –me preguntó.
–Podía ser peor. De momento, la mayoría de la gente parece que está encantada con todo esto. Supongo que también será por la novedad; has roto con la monotonía y el aburrimiento que existía hasta ahora. Todo del mundo tiene algo de qué hablar, ven las noticias con interés, disfrutan también al ver como los más poderosos pasan apuros.... En fin, la gente vive el día a día, pocos se paran a pensar en las consecuencias que les puede acarrear lo que está pasando.
»En los sectores más altos de la sociedad hay bastante caos. Aunque supongo que eso nos debe de importar poco, más o menos es lo que ya esperábamos, y esta gente tienen recursos de sobra para salir adelante.
–El primer objetivo que te propusiste no podía haber salido mejor –continuó diciendo Irene–. La violencia se ha reducido drásticamente en todo el mundo. En algunos países, como Irak o Somalia, todavía siguen produciéndose algunos atentados de vez en cuando, pero supongo que te encargarás de ellos en cuanto puedas. Nosotros tenemos algunos hombres trabajando en esas zonas, por si pueden averiguar algo.
»En cuanto a los países más desfavorecidos del tercer mundo, la organización de Yolanda está haciendo un trabajo increíble. Han aumentado por lo menos un doscientos por cien su capacidad de respuesta ante cualquier emergencia que se produzca. Mis compañeros que trabajan con ellos me informaron ayer que tienen ya controladas las epidemias de cólera que surgieron en Sudán, Angola y Zambia y la de meningitis de Etiopía.
»Tu presión sobre las compañías farmacéuticas también está dando resultado. Los antirretrovirales para el tratamiento del SIDA y el resto de vacunas están llegando sin problemas a todo el continente africano.
–Eso es bueno –dijo Santiago–. No hay nada como una buena amenaza para ablandar el corazón de la gente. Entonces, ¿vosotros pensáis que la mayoría de la población creen en mí como en el auténtico Dios?
–Yo creo –le respondí– que la inmensa mayoría de la gente quiere creer, pero me parece que aún es un poco pronto. Es normal que alberguen dudas todavía. De momento se limitan a contemplarte como algo grandioso e incomprensible que está ocurriendo, pero no se atreven mucho a posicionarse sobre si de verdad eres o no el Dios en el que antes casi todos creían sin cuestionárselo.
–Sí, es curioso –intervino Irene–; antes de tu aparición, millones de seres humanos creían en un hipotético Dios que algún día haría justicia con todos ellos, o al menos eso decían muchos, y sin embargo, llegas tú, les muestras tu poder infinito y les demuestras tus buenas intenciones y muchos todavía se resisten a creer. No entiendo qué más quieren.
–Ten en cuenta que en temas religiosos, como en casi todo, existe mucha hipocresía –le contesté yo–. Es muy fácil creer en un Dios que algún lejano día se encargue de hacer justicia, pero si viene este Dios ahora y nos pide que nos sacrifiquemos un poco en beneficio de los demás, la cosa cambia; de boca todos somos muy buenos.
–Es verdad –continuó Irene–. De todas formas, sí que hay mucha gente que creen en Santiago como su auténtico Dios. Sobretodo me han sorprendido los musulmanes. Ellos no han tenido ningún inconveniente en reconocer a Santiago como el Mesías de que hablan sus escrituras que llegaría algún día. Los cristianos y judíos están siendo mucho más reticentes, y eso que nuestra idea era emular más al Dios de la Biblia en el que éstos se supone que creen.
–Esta incredulidad no se debe a las creencias religiosas, Irene –dijo Santiago–; como ha dicho Pablo, el mundo está lleno de hipócritas, sobretodo entre los judíos y católicos, ya que sus creencias son muy superficiales, y ahora se está demostrando. Para los seguidores del Islam es más fácil creer porque ellos tienen menos que perder; la mayoría son gente humilde y muy devota y me ven como una posible respuesta a los cientos de plegarias que hacen todos los días. Lo mismo sucede en los países pobres; no sólo tienen poco que perder sino que además tienen mucho que ganar; también es fácil creer para ellos.
»En los países más desarrollados como el nuestro, es muy distinto, aquí sí que tienen mucho que perder, sobretodo algunos. Lo que demuestra que no estamos hablando de creencias religiosas sino de poder y riquezas. En eso consiste nuestro mayor reto, en hacerles ver a esta gente que la auténtica felicidad no se encuentra en el dinero ni en el poder sino en la vida sencilla, en el trato cordial con nuestros vecinos; como dice Pablo, en poder dormir todas las noches tranquilos, sin tener que preocuparnos constantemente por nuestra seguridad ni la de nuestra familia, sin que nos incordien las facturas ni las letras, sin que tengamos que temer por el futuro de nuestros hijos, que podamos salir a la calle sin miedo de que nos atropellen, nos insulten o nos asalten.
»Eso es lo único que yo pretendo y lo que les ofrezco a todo el mundo. Tan fácil y tan difícil al mismo tiempo.
–Estoy seguro de que tú lo conseguirás –le animé–. A las personas nos pasa lo mismo que a los niños, necesitamos que alguien con más autoridad nos ponga normas que nos guíe por el buen camino. El problema viene cuando esa autoridad no existe y nos dan una excesiva libertad, entonces, al igual que los niños, nos desmadramos y, aunque nos creamos inteligentes, no somos conscientes de lo que de verdad nos conviene. Pero en el fondo, todos estamos deseando que alguien con buen criterio nos diga, o más bien nos obligue, a hacer lo que es mejor para todos. Si os fijáis, las masas, que en la actualidad son las que lo dominan todo, no tienen criterio propio, éste les viene impuesto por organismos o instancias superiores muchas veces desconocidas, y siempre movidas por las ansias de poder; ¿por qué no podías convertirte tú ahora en esa autoridad superior? Sólo tienes que darles lo que demandan, o sea, seguridad y estabilidad en sus vidas. Por eso estoy seguro de que tu plan triunfará tarde o temprano.
–Sí, yo también lo creo, lo que me preocupa es el precio humano que haya que pagar para conseguirlo, ya que la situación es mucho más grave de lo que parece.
»Yo lo veo de la siguiente manera. Ahora mismo, la sociedad en la que vivimos es como una manzana medio podrida. En la manzana, la parte buena nunca podrá sanar a la podrida; más bien al contrario, es la parte podrida la que termina destruyendo también a la sana. La única forma de salvar esta parte buena es separándola de la mala, evitar el contacto de la una con la otra.
»En la sociedad ocurre lo mismo; lo malo siempre prevalece sobre lo bueno, por eso es tan difícil terminar con esta situación de corrupción y violencia en la que estamos metidos. Evidentemente yo no puedo ir por ahí matando gente por el simple hecho de que sean unos maleducados o porque no respeten a nadie o porque sean incapaces de educar a sus hijos como es debido. Y sin embargo son estas simplezas las que, con el tiempo, terminan degenerando a una sociedad entera llevándola al caos como nos está sucediendo ahora mismo.
–Y entonces, ¿qué tienes pensado hacer? –preguntó Irene–. No te puedes llevar toda la vida persiguiendo criminales como si fueras un superhéroe de cómic.
–No es mi intención desde luego; también a mí me gustaría descansar algún día. Lo que pretendo hacer es muy sencillo: poner normas. Esas normas que ningún gobierno se atreve a establecer porque no sería políticamente correcto o porque les harían perder muchos votos. Yo no tengo nada que perder y me da igual lo que la gente piense de mí; me trae sin cuidado si perjudico con ello a un amplio sector de la población. Lo único que nos tiene que preocupar es el bien común, que, a la larga, también será el bien propio de cada uno.
»Deben ser normas sencillas, de fácil ejecución, pero eso sí, su cumplimiento debe ser estricto y, por supuesto, igual para todo el mundo.
–¿Estás hablando de crear una especie de constitución universal o algo así? –interpuse yo.
–No exactamente. Eso ya existe, tenemos por ejemplo la carta de Derechos Humanos de las Naciones Unidas que podría servir perfectamente como constitución universal. A lo que yo me refiero es a algo más concreto, más puntual. Algunas leyes básicas enfocadas sobretodo en la educación de los más jóvenes. Como ocurre con la manzana, hay que intentar por todos los medios separar a los más pequeños de las malas influencias que en la actualidad dirigen lo que será su futuro comportamiento.
–Ya entiendo –intervino esta vez Irene–. Lo que pretendes es implantar un sistema educativo igual para todos donde prevalezcan los valores y virtudes que se están perdiendo actualmente.
–Algo así, sí –continuó Santiago–. Pero hay que ir más allá. Eso no sería suficiente si seguimos rodeados de violencia por todas partes, aunque ésta sea virtual o ficticia; recordad que los niños aprenden imitando lo que ven. De nada sirve que le enseñemos que la violencia no conduce a nada bueno, si después llega a su casa y se pone a jugar con un videojuego en el que el protagonista utiliza esta violencia indiscriminadamente, sin perjuicio ninguno para su persona, o lo ve en alguna película por televisión o en el cine.
–Ahora comprendo cuando decías lo difícil que iba a resultar –dije yo–. Para evitar eso, habría que educar primero a todos los padres, y ya hemos podido comprobar de sobra que la concienciación a través de los medios de comunicación no sirve de mucho. Por otro lado, si prohíbes esos tipos de juegos y películas, se creará una mercado ilegal que podría ser más peligroso, eso sin contar con Internet, que es algo que está al alcance de cualquiera.
–Gracias por recordármelo, pero ya sé todas las dificultades con las que me voy a encontrar. Como os dije un día, ante problemas graves, soluciones drásticas; por desgracia no hay otro modo.
»Lo primero que habría que hacer, aunque no nos guste, sería prohibir la creación de nuevos juegos y películas donde se utilice la violencia de forma gratuita y sin consecuencias. Ya sé que me vendrán diciendo que suelen estar bien etiquetadas para mayores de dieciocho años, pero como ya hemos visto que eso no funciona, hay que atajar el problema de raíz. Las multas por el incumplimiento de ésta o cualquier otra norma deben ser muy severas, es la única manera de que las compañías las tomen en serio.
»Otro de los grandes problemas con el que me gustaría acabar sería el de la manipulación tan salvaje a la que estamos todos sometidos diariamente, y en particular, también la que va dirigida a los niños.
–¿Te refieres a la publicidad? –interrogó Irene incrédula.
–Pues sí; no crees que sea capaz de llegar tan lejos, ¿verdad? Esa es mi intención y estoy dispuesto a hacer todo lo que sea necesario para conseguirlo.
–Pero, ¿tú eres consciente de la cantidad de dinero que mueven las empresas de publicidad todos los días? –volvió a inquirir Irene–. Además, no sólo eso, estas empresas también se encargan de financiar a otras muchas, como a revistas, periódicos, cadenas de televisión, clubes deportivos... Esta medida produciría una reacción en cadena que nadie sabe a donde podría conducir.
–Bueno tampoco sería necesario ser tan estrictos; podríamos simplemente limitarla a determinados ámbitos. A mí sólo me interesaría eliminarla de las televisiones y las calles que es desde donde actúan con mayor impunidad. Soy consciente de lo que esto supondría para muchos medios de comunicación, pero estoy seguro de que saldrán adelante sin problemas, tan sólo tendrán que fijar las prioridades y hacer las regulaciones que sean necesarias, no creo que se acabe el mundo por ello.
–En cuanto a la propaganda, eso está muy bien –interrumpí yo–, pero sabes de sobra que ésa no es la única manipulación con la que nos avasallan continuamente. ¿Qué me dices de los partidos políticos?
–También había pensado en ellos. Tengo algo en mente que no creo que les entusiasme mucho. A ver qué os parece. Cuando se acerquen unas elecciones, cada partido deberá hacer público su programa por escrito, con las reformas que tengan pensado llevar a cabo o con cualquier idea que se les ocurra, de manera que esté al alcance de todo el que esté interesado en consultarlo. Y esa será toda la campaña electoral. Nada de mítines ni de apariciones televisivas en donde todos dicen lo que saben que la gente quiere escuchar, ya que son verdaderos especialistas en eso, de hecho, tal y como está hoy en día la política, es lo único que tienen que saber hacer, convencer a la gente, y lo hacen muy bien.
»Si os fijáis, en la actualidad, la única virtud de la que tiene que hacer gala un buen político para llegar a lo más alto, es la dialéctica, entendiendo como tal al arte de dialogar, discutir y argumentar, que nada tiene que ver con la que nos describía Platón; para éste, la dialéctica era más un proceso intelectual, el cual, a través del significado de las palabras, permitía llegar a las realidades transcendentales del mundo inteligible. Pero nuestros políticos de hoy, poco entiende de esto, y con el sólo conocimiento del uso de la palabra no se puede gobernar un país; éste necesita algo más.
–Los políticos de hoy no practican la dialéctica sino la demagogia –puntualicé yo–. Ya lo dijo Ortega y Gasset, los demagogos han sido los grandes estranguladores de civilizaciones.
–Literalmente dijo –me interrumpió Santiago haciendo gala de su excelente memoria–: “La primera condición para un mejoramiento de la situación presente es hacerse bien cargo de su enorme dificultad. Sólo esto nos llevará a atacar el mal en los estratos hondos donde verdaderamente se origina. Es, en efecto, muy difícil salvar una civilización cuando le ha llegado la hora de caer bajo el poder de los demagogos. Los demagogos han sido los grandes estranguladores de civilizaciones. La griega y la romana sucumbieron a manos de esta fauna repugnante, que hacía exclamar a Macaulay: `En todos los siglos, los ejemplos más viles de la naturaleza humana se han encontrado entre los demagogos`. Pero no es un hombre demagogo simplemente porque se ponga a gritar ante la multitud. La demagogia esencial del demagogo está dentro de su mente y radica en su irresponsabilidad ante las ideas mismas que maneja y que él no ha creado, sino recibido de los verdaderos creadores. La demagogia es una forma de degeneración intelectual.”
»Como veis, Ortega y Gasset apoyaría esta medida que pretendo llevar a cabo.
–Supongo que esa medida también incluirá la cantidad de panfletos y carteles propagandísticos con que inundan las calles los días previos a las votaciones –comentó Irene–. No entiendo como, en los tiempos que vivimos, puede haber gente todavía que piense que un cartel mostrando una cara sonriente y una frase diciendo “Somos los mejores”, puede convencer a alguien.
–Todo eso se tiene que terminar. Estoy seguro de que a la segunda o tercera legislatura como mucho, todos los programas electorales serán prácticamente iguales. Además también pretendo que exista un organismo, que podría incluirse en el judicial, al que se pueda acudir en caso de incumplimiento de alguna de las propuestas electorales que el partido ganador incluyese en su proyecto.
»No sé el resultado que dará todo esto, supongo que habrá que ir depurándolo sobre la marcha, pero estoy seguro de que a la mayoría de la gente le gustará la idea.
–Sí, todo el mundo empiezan a estar ya hartos de que les engañen. Esa medida será acogida de muy buen grado por parte de los ciudadanos. Ojalá sirva también para conseguir un poco de consenso entre los distintos partidos y dejemos de verlos riñendo vergonzosamente como si fueran niños en el patio del colegio –argumenté yo–. Quién sabe, igual conseguimos que desaparezcan con el tiempo las posturas más radicales y extremistas que tanto daño hacen a la sociedad.
–Bueno, bueno, no corramos tanto; quizás nos estemos haciendo demasiadas ilusiones –dijo Santiago–. Si queremos conseguir algo será mejor que nos pongamos a trabajar cuanto antes y no nos durmamos en los laureles.
»No te lo he dicho todavía, Pablo, pero el motivo de nuestra visita es que he convocado para la próxima semana una reunión en Ginebra, en la sede europea de las Naciones Unidas, con la Asamblea General, es decir, con todos los países del mundo, prácticamente. El objetivo como te puedes imaginar, será el exponerles todas estas medidas de que estamos hablando y otras más que me han apuntado algunos de mis colaboradores. Como hicimos la otra vez con mi mensaje de presentación, ahora tenemos que redactar el discurso que pronunciaré ante los representantes de todas las naciones del mundo.
–Ya me supuse que algún día llegaría este momento –le expuse–. Me imagino que tendrás en mente algún programa que seguir.
–A parte de lo que ya hemos comentado aquí, sólo habría que incluir algunas cosas más, como por ejemplo, el uso colectivo de las fuerzas armadas, aunque ya no se les puede llamar así; o el aumento de competencias del Tribunal Internacional de Justicia. Hay que tener en cuenta también que será televisado en directo.
»Haremos una cosa, como ya es tarde y no me puedo quedar mucho más tiempo, te haré una lista con todos los puntos a tratar y tú te encargarás de redactarlo. Dentro de un par de días volveremos a vernos y lo ultimamos entre los dos, ¿qué te parece?
–Como tu digas –le contesté–. En un par de días lo tendrás listo sin problemas.

Una hora más tarde, nos despedimos de Santiago, que se marchó a toda prisa. Irene quiso quedarse conmigo, lo cual me produjo una gran satisfacción. Se ofreció a ayudarme con el discurso, después de que saliéramos a comer algo en un restaurante cercano.

2 comentarios:

genialsiempre dijo...

Bueno, pues además de Sócrates, ahora Platón y Ortega y Gasset. Me parecen demasiados filósofos y esto quita ritmo. Habrá que pulirlo amigo Pedro.

José María

Anónimo dijo...

Pero bueno qué se supone que es esto?! Apología contra la filosofía?? Por una ciencia que en verdad tiene como principal objetivo enseñar a pensar, nada más falta que la gente le tire tierra encima...

Salu2s!

PD: La filosofía no sobra...