martes, 24 de junio de 2008

Capítulo Diecinueve

Finalmente llegó el día donde Santiago se dirigió a todas las naciones del mundo desde la sede de las Naciones Unidas en Ginebra. El planeta entero se paralizó esa mañana para escuchar al que decía ser su Dios. En esta ocasión, Santiago se presentó de forma más discreta, es decir, sin nubarrones, ni truenos, ni efectos especiales de ningún tipo. Simplemente entró por la puerta como cualquier otro mandatario más, eso sí, con la misma caracterización de hombre venerable que había mostrado hasta ahora. Se palpaba en el ambiente el respeto que infundía en la mayoría de los presentes (o el miedo).

La expectación no pudo ser mayor. En la gran sala, donde no faltó ni un solo dirigente del mundo, se hizo un silencio sobrecogedor cuando Santiago empezó a hablar. No se ciñó estrictamente al discurso que habíamos escrito, sino que, por el contrario, improvisó en algunas ocasiones, aunque debo decir que la disertación fue prácticamente perfecta, digna de un maestro. Pero no crean que me quiero atribuir méritos, el discurso en sí fue lo de menos; lo realmente magistral fue la escenificación que hizo Santiago, demostrando un talento para la interpretación digno de una estrella de cine.

A decir verdad, me vino a la memoria la imagen que nos habían querido dar los productores de Hollywood, de Jesucristo dando el Sermón de la Montaña, que todos los años nos repetían por televisión cuando llegaban determinadas fiestas cristianas. No cabía duda de que estaba bien metido en su papel de Dios; si aún había alguien que no estaba del todo convencido, éste era el momento de hacerle cambiar de opinión. Santiago sabía esto, y quiso aprovechar la ocasión para aparecer ante todo el mundo como el gran Mesías esperado por casi todas las religiones desde los albores de los tiempos.

Ya había demostrado lo que era capaz de hacer, y lo cruel que podía llegar a ser si lo forzaban a ello. Ahora había llegado la hora de mostrar al mundo al auténtico Santiago, al Dios que de verdad quería él ser. Un Dios bondadoso y compasivo, el guía espiritual de la humanidad que tanta falta hacía en estos tiempos; el pastor de ovejas que anunciaba Jesucristo.

Les recordó a todo el que escuchaba la importancia de tener unos mandamientos que nos obliguen a vivir de una manera determinada. Sin estos mandamientos, llega un momento donde la vida de todo ser humano se encuentra vacía y sin sentido y, lo peor de todo, disponible para todo aquel, o aquello, que quiera usarla para sus propios fines. Éste es el verdadero peligro de un mundo sin autoridad, con un exceso de libertad que, la mayoría de las ocasiones, lleva a la persona a perder su auténtico rumbo, su destino, convirtiéndola en vaga, en un parásito de la sociedad. Para evitar esto, es imprescindible tener en todo momento a alguien superior que nos conduzca, que nos mande, que nos diga qué es lo que tenemos que hacer y cómo hacerlo. En el fondo, todos deseamos tener a una autoridad superior así, ya que es práctico y proporciona mucha tranquilidad, siempre y cuando este ser superior demuestre sus buenas cualidades y dotes de mando y, por supuesto, su inquebrantable virtud puesta al servicio de sus súbditos.

Santiago se ajustaba perfectamente a este ideal de Ser Supremo. Había sabido llegar a la gente honrada (que son la mayoría), al ciudadano medio. Estaba dispuesto a darles lo que éstos más demandaban: estabilidad y seguridad; dos conceptos que cada día se echaban más de menos hasta su llegada.

Una vez que Santiago hubo terminado de hablar ante el hemiciclo, ocurrió algo fascinante e inesperado; todos los dirigentes del mundo se pusieron en pié y empezaron a aplaudir de forma enfervorecida y sincera. Fue muy emocionante, y la prueba de que nuestro hombre había sido capaz de cautivar a todo el mundo con su elocuencia. Había logrado algo muy importante, no sólo convencer a las personas más influyentes del mundo, sino también infundirles el ánimo suficiente como para afrontar la difícil tarea que tenían todos entre manos.

Era evidente que esto sólo suponía un comienzo y que lo más complicado empezaba ahora, pero por lo menos había empezado con buen pie. Después de este día, mi confianza en el éxito del plan de Santiago había aumentado considerablemente. Me sentía feliz y satisfecho.

Los días siguientes al del discurso, transcurrieron con relativa calma. Santiago continuaba con su labor de pacificador, acudiendo allá donde fuera necesario. Aunque sus actuaciones cada día eran menos numerosas, todavía había demasiada gente en el mundo que no se habían enterado de que el orden mundial había cambiado. Ya no quedaba lugar para los mafiosos, ni para los corruptos, ni para los violentos. Había llegado la hora de hacer justicia, de dar cumplimiento en la Tierra a lo que Jesús predijo para el Reino de los Cielos: “Los últimos serán los primeros y los primeros serán los últimos”.

Ahora sabía lo que habrían sentido los israelitas con la llegada del rey David, los griegos con Alejandro Magno, o los romanos con Julio César. Estos tres grandes personajes, no se limitaron a pasar por la historia desempeñando su papel, sino que «crearon» la historia. También ellos se vieron obligados a combatir duramente antes de poder hacer realidad su sueño: un pueblo unido por un solo mando y viviendo en paz. Consiguieron crear, aunque sólo durante unos cuantos años, una comunidad supranacional capaz de vivir en paz interior y de desarrollar una concordia y una solidaridad de las que, lamentablemente, carece nuestro mundo moderno. También tuvieron en común una cuidada educación basada en el respeto hacia los demás, en la justicia y en la igualdad de todos los hombres ante la ley.

En estos tiempos tan revueltos, parecía impensable la llegada de un nuevo líder pacificador, semejante a los clásicos mencionados, capaz de unir a pueblos tan dispares y culturas tan diametralmente opuestas en un mismo proyecto. Por fuerza tenía que ser alguien como Santiago, con un poder prácticamente infinito, el que desempeñara tan descomunal tarea.

Yo no sabía como recordaría la historia a Santiago con el paso de los años, de lo que sí estaba seguro es de que no iba a pasar para nada desapercibido. Su vida supondría unas páginas muy importantes en los libros de historia de todo el mundo a partir de ahora.

Las claves para la tan codiciada unión de civilizaciones que Santiago pretendía imponer, las había dejado muy claras; el respeto por las diferentes culturas de todas y cada una de ellas; la solidaridad de los pueblos más ricos y poderosos con los más necesitados, buscando siempre el beneficio propio que esto representaba; la igualdad de todos los ciudadanos ante la justicia y el estricto cumplimiento de la ley. Todo ello sustentado por unas bases educativas muy concretas y comunes a todo el mundo que serían las encargadas de que esta situación se prolongase en el tiempo lo máximo posible.

Al menos, esa era la teoría. Ahora nos tocaba a nosotros demostrar de lo que éramos capaces llevando a la práctica esta filosofía de vida que nos había sido impuesta, o más bien diría yo, regalada.

3 comentarios:

M. J. Verdú dijo...

Te deseo un feliz fin de semana lleno de luz, en el cual podamos aplicar est filosofía de vida que nos regalas con tan bello texto

genialsiempre dijo...

Este capítulo sustituye al anterior perfectamente, y demuestra que es suficiente para explicar la teoría del Mesías, ¿para que enredar con filosofos?

José María

Anónimo dijo...

Un disco rayado se repite menos, pero es que joder, la filosofía enseña a pensar y a la gente eso le hace mucha falta!! La respuesta a "para qué -enredarse- con la filosofía" parece clara...
En cualquier caso la "filosofía" que aparece en los textos que nos regala amablemente Pedro no es muy densa... menos pesada. Es lamentable que la gente proteste sólo por un par de pinceladas...

Salu2s y buen libro. Felicidades.