lunes, 30 de junio de 2008

Capítulo Veinte

Se necesitaron varios años, como había predicho Santiago, para estabilizar medianamente la situación en el mundo. La violencia callejera fue desapareciendo paulatinamente de las grandes ciudades conforme las clases más altas iban perdiendo sus, hasta entonces intocables, privilegios. También contribuyó bastante a este fin la reducción casi por completo del que representaba uno de los mayores problemas de nuestra sociedad: el fenómeno de la inmigración ilegal, que, en algunos países fronterizos, había llegado a alcanzar cotas increíbles. Esto se consiguió gracias a los proyectos de ayuda a los países más desfavorecidos y en vías de desarrollo y a la labor humanitaria, todo ello coordinado por la organización Hospitales sin Frontera.
Quizás fuese en este aspecto donde el cambio fue más radical, o al menos, más ostensible. Santiago logró demostrar como, haciendo un reparto más equitativo del dinero y de los recursos con los que contaba el mundo, se podía lograr una convivencia pacífica entre todos los países del mundo, hasta el punto incluso de que hoy en día no se habla ya de países del Tercer Mundo o pobres.
Por supuesto que siguen habiendo naciones donde la gente viven mejor, entendiendo por «mejor», a que disponen de mayores comodidades, un poder adquisitivo más alto, pueden acceder a lujos que en otros países ni se conocen, etcétera. Pero esta, en teoría, superior calidad de vida, sólo va referida a cosas materiales y objetos de lujo. En lo que se refiere a necesidades vitales, todos los países gozan de ellas por igual; la prueba está en que la esperanza de vida se ha igualado prácticamente en todo el mundo. Es más, en la mayoría de países que antes se consideraban pobres y con la esperanza de vida más corta de todo el planeta, en la actualidad, ésta es mayor que en el resto de ellos, debido a que la población en éstos suele llevar una vida más sana y dedicada a los asuntos realmente importantes para el ser humano. Las sociedades no están tan viciadas ni materializadas como en los países desarrollados.
En cuanto al terrorismo internacional, tanto al ilegal como al de Estado, también le llevó su tiempo a Santiago acabar con él. Hubo países, como Sudán, Somalia, Afganistán, Irak, Colombia, y algunos más, donde continuamente surgían nuevos grupos armados liderados por señores de la guerra que sobrevivían ocultos en lugares remotos y poco accesibles. Estos grupos conseguían de vez en cuando burlar la seguridad y cometer atentados contra el Estado, ya que, al no tener enemigos extranjeros, sólo les quedaba revelarse contra sus propios paisanos.
Poco a poco fueron desapareciendo todos, algunos gracias a la actuación directa de Santiago contra ellos, y otros, al paso del tiempo, a la desmotivación de sus seguidores, a la muerte de su líder o, simplemente, por la dificultad de hacerse con nuevas armas y municiones, éstas, por día, más difíciles de localizar.
Como decía antes, también el terrorismo de Estado dio quehacer a nuestro héroe. En concreto, el que más tiempo llevó controlar fue el de Israel contra Palestina. Hasta tres equipos de gobierno completos tuvo Santiago que deshacer por la fuerza debido a que no entraban en razón y seguían con su particular lucha y discriminación contra sus vecinos musulmanes. Después de unos cinco años aproximadamente, se pudo decir que israelitas y palestinos convivían en paz y armonía, algo que no hacían desde hacía milenios o, mejor dicho, que no habían hecho nunca.
El plan educativo resultó todo un éxito, de hecho, en la actualidad sigue vigente tal cual, en todos los países del mundo. La clave estuvo en que se respetaron todas las culturas y tradiciones que cada país tenía. Santiago no impuso grandes cambios ni modificó ninguno de los aspectos de las enseñanzas religiosas que cada cultura poseía. La verdad es que, a partir de los seis o siete años, la educación en los colegios seguía impartiéndose prácticamente igual que siempre en lo que respecta a los contenidos; al contar con más recursos económicos, la forma de impartir las clases mejoró considerablemente; las materias se podían desarrollar con más profundidad ya que se disponía de más tiempo; los niños pasaban en los colegios la mayor parte de su tiempo, allí aprendían, se educaban, jugaban y se relacionaban; el número de profesores también aumentó bastante y, al mismo tiempo, estaban mucho mejor preparados.
Lo peor de todo, lo que más tiempo llevó estabilizar, fue sin duda la gran crisis económica que se había producido en todos los países más desarrollados del mundo. Ésta fue provocada, no sólo por la desaparición de numerosas industrias hasta ahora importantes, como la armamentística, sino también por la considerable disminución en la producción de muchas de ellas debido al forzoso cumplimiento del protocolo de Kioto al que habían sido obligadas. En un principio, los precios se dispararon, llevando a muchas familias y empresas a la bancarrota y a la desesperación. Pero a la larga se comprobó su beneficio sobradamente; de nuevo Santiago demostró su habilidad consiguiendo dos importantes objetivos con una sola medida; por un lado pudo detener un poco el deterioro del medio ambiente, que falta le hacía. Y por otro, consiguió que la gente aprendieran a valorar las cosas verdaderamente importantes de la vida y se alejaran de las superfluas, aunque fuese sólo porque no tenían medios para conseguirlas.
Para ello, fue necesario, prácticamente, la desaparición en el poder de una generación entera y su sustitución por aquellos más jóvenes a los que siempre se les había tachado de inmaduros, maleducados e insolidarios. Cuando les llegó la hora, supieron demostrar a todo el mundo que eran capaces de estar a la altura de los tiempos, tomando el control de la situación tal y como Santiago les había mostrado.
Este fue el verdadero triunfo del plan de Santiago; lograr inculcar entre la juventud un sentimiento de responsabilidad y esfuerzo. Les hizo comprender que sólo en sus manos estaba el conseguir que esta situación de paz y prosperidad se alargara en el tiempo. Encontraron en Santiago lo que no habían sido capaces de darle ni sus padres ni sus gobernantes, un líder que los comprendía, que los amaba y que supo darles un sentido a sus vidas, hasta ahora, vacías, sin compromiso y con un futuro incierto.
Gracias al proyecto de Santiago, estas nuevas generaciones, descubrieron que tenían un futuro prometedor, una esperanza; se sentían motivados y comprometidos y, por ello, supieron responder conforme a las expectativas que se habían puesto en ellos. Fue muy gratificante ver como se esforzaban esa misma gente que, hacía sólo unos años, te las encontrabas bebiendo por las calles, drogándose, infringiendo la ley y manifestándose por todo aquello que coartase sus libertades. En definitiva, que se sentían perdidos y sin un futuro claro, y esa era su forma de expresarlo. Ahora, simplemente, tenían algo que hacer y, aunque esto les supusiese un esfuerzo, sabían que merecía la pena; ya lo dijo Goethe, “Vivir a gusto es de plebeyos: el noble aspira a ordenación y a ley”.
Una vez que estas nuevas generaciones tomaron el poder, la vida política cambió radicalmente. Se volvió a demostrar lo que también Ortega y Gasset supo vislumbrar a principios del siglo pasado y expresó con estas palabras: “La actividad política, que es de toda la vida pública la más eficiente y la más visible, es, en cambio, la postrera, resultante de otras más íntimas e impalpables. Así, la indocilidad política no sería grave si no proviniese de una más honda y decisiva indocilidad intelectual y moral”.
Efectivamente, mientras que la mayoría de los antiguos líderes veían a Santiago como una amenaza, un usurpador, que los obligaba por la fuerza a cambiar su forma de llevar el mundo, los que iban llegando nuevos con el paso de los años, encontraban en Santiago a un colaborador, un líder espiritual, un ejemplo a seguir, el reflejo en el que todos querían mirarse. Esa era la gran diferencia, gracias a la cual, se podía decir que el plan de Santiago estaba triunfando plenamente.
Además, el mundo entero se había unido como nunca jamás lo había hecho antes. Todo el planeta tenía el sentimiento de que estaba participando de algo común, de un proyecto en el que no se hacían distinciones de razas, religiones, tradiciones, culturas o idiomas; cada individuo era importante y tenía identidad propia, independientemente del conjunto al que perteneciese.
La gente ya no se sentía tan manipulada como antes. Encendías la televisión o abrías un periódico y no te bombardeaban tan indiscriminadamente con publicidad como ocurría en el pasado. Todo el mundo se había adaptado sin problemas a los contenidos pacíficos, exentos de violencia gratuita de los medios de comunicación y de la industria del entretenimiento. Incluso la iglesia católica, después de unos años de incertidumbre, consiguió sentirse cómoda y a gusto con la nueva situación. Al principio temieron que Santiago les echara por tierra toda su fe y sus doctrinas, pero una vez que comprobaron que éste iba a lo suyo, sin meterse ni con ellos ni con nadie, supieron adaptarse a los nuevos tiempos sacando provecho de la filosofía impuesta por Santiago.
Los musulmanes y los pertenecientes a otras religiones minoritarias en ningún momento se sintieron amenazados; muy al contrario estaban encantados con la llegada de Santiago. Ellos siempre vieron en él a su auténtico Dios y siguieron venerándolo y adorándolo como siempre lo habían hecho.
Otra de las cosas que no se echaba para nada de menos eran las continuas disputas televisivas que mantenían nuestros antiguos políticos. El nuevo sistema electoral basado sólo en los programas de cada partido y en la exposición de sus proyectos políticos particulares, también resultó todo un éxito. La ley contemplaba la amonestación, e incluso, suspensión de cargo, de aquellos que perdiesen el respeto en algún momento a sus rivales o intentasen desacreditarlo sin pruebas concluyentes y determinantes.
No es que ahora vivamos en un paraíso; siguen existiendo muchos de los problemas de siempre, como el paro o la corrupción en algunas estancias del poder. Sigue habiendo gente egoísta, maleducada, intolerante, violenta, etcétera. La diferencia está en que ahora es la misma sociedad la que rechaza a este tipo de personas, mientras que antes, al ser así la mayoría, el resto se adaptaban a ellos, se hacían homogéneos a esa irregularidad aunque en su interior se opusiesen a semejante conducta. Es decir, antes, la masa, que siempre es la que manda, era corrupta y frívola, mientras que ahora tan sólo lo son una minoría.
Yo no sé el tiempo que durará esta situación de bienestar global, ya que, siempre se ha dicho que el mal prevalece sobre el bien, es decir, termina dominándolo. Pero, como dijo Santiago, nada es permanente.

2 comentarios:

Acuarius dijo...

Que se diga que el mal prevalece sobre el bien no dice que sea cierto.

Es mas, lo positivo es de mayor vibración que lo negativo.

Esta un poco jodido leerle ese textazo del tiron...eh?

genialsiempre dijo...

O sea que el mundo pasó a ser un lugar idílico gracias a un asesino que se tomó la justicia como él la interpretaba.
No sé si me gusta este final, pero a lo mejor todavía cambia.

José María