martes, 17 de junio de 2008

Capítulo Dieciocho

Al día siguiente, ya más tranquilo, terminé de repasar el discurso de Santiago, de manera que, cuando éste llegó veinticuatro horas más tarde, lo tenía todo dispuesto para entregárselo. Se quedó un par de horas más en mi casa, mientras le echábamos un último vistazo juntos, corrigiendo y añadiendo algunos asuntos.
No tuvimos mucho tiempo para charlar, ya que se tuvo que marchar enseguida, una vez que terminamos. Era comprensible; ahora mismo era la persona más ocupada de toda la Tierra, no paraba ni un segundo, y sin embargo, era increíble, no parecía cansado, se le veía tan fresco como el primer día que nos conocimos. Indudablemente, sus poderes le conferían también una vitalidad fuera de lo normal.
De nuevo me volví a quedar solo. Como era ya habitual, me entregué a la única tarea que últimamente me mantenía ocupado: ver las últimas noticias por televisión y escribir notas para el futuro relato de todo lo que estaba aconteciendo (o sea, este libro).
A pesar de todo lo que le había visto hacer a Santiago, de todo lo que sabía que era capaz de hacer, de conocer hasta donde tenía intención de llegar poniendo todo su empeño y potencial en conseguirlo; a pesar de tener conciencia de la cantidad de personas sobresalientes que estaban empeñando sus vidas en este proyecto, a pesar de todo eso, yo aún albergaba muchas dudas sobre la conclusión del plan de Santiago.
En primer lugar porque este plan no tiene fin; su finalidad, en teoría, es conseguir un futuro mejor, pero el futuro no es un final, sino una continuidad del presente, y éste nunca termina.
En segundo lugar, estaba claro que el éxito o el fracaso de todo lo que estaba consiguiendo Santiago dependía directamente de las mismas personas, prácticamente, que habían llevado al mundo a la situación en la que se encontraba entonces; lo cual no era muy alentador. Cierto que Santiago iba a hacer algunos cambios con respecto a estas personas, pero ¿habría gente suficiente con la preparación y el espíritu adecuados como para poder llevar a buen puerto todas las reformas impuestas? Y si era así, ¿dónde se habían mentido hasta ahora?
A estas alturas ya se habían demostrado más que de sobra las palabras de Ortega y Gasset de que la labor de los intelectuales es totalmente contraria a la de los políticos. Mientras los primeros aspiran a aclarar las cosas, los segundos hacen lo imposible por confundirlas aún más de lo que estaban. Por tanto, ¿qué esperanza había de que éstos cambiasen radicalmente de actitud y de forma de pensar y dejasen trabajar a aquellos otros mejor preparados? Para llegar a esto, lo primero que tenían que hacer era reconocer que hasta ahora estaban equivocados, y eso es algo muy difícil de hacer, sobretodo en personas con tan poco sentido del deber y la responsabilidad.
El mismo Ortega y Gasset, en su libro La rebelión de las masas, se preguntaba algo parecido con respecto al que él definía como hombre-masa; en él decía: “¿Se puede reformar este tipo de hombre? Quiero decir: los graves defectos que hay en él, tan graves que si no se los extirpa producirán de modo inexorable la aniquilación de Occidente, ¿toleran ser corregidos? Porque, como verá el lector, se trata precisamente de un hombre hermético, que no está abierto de verdad a ninguna instancia superior. La otra pregunta decisiva, de la que, a mi juicio, depende toda posibilidad de salud, es esta: ¿pueden las masas, aunque quisieran, despertar a la vida personal?”.
Precisamente eso era lo que quería conseguir Santiago, despertar a las masas de su largo letargo, porque, seamos realistas, de éstas dependen completamente el futuro de la humanidad ya que son las que tienen en sus manos el poder absoluto. Tan sólo hay que enseñarles a utilizarlo adecuadamente en su propio provecho, o bien, hacerles ver que necesitan forzosamente ser guiados por una instancia superior de hombre excelentes. Por eso era tan importante eliminar en lo posible cualquier forma de manipulación colectiva, porque ésta es la responsable de que la mayoría de la gente no posea voluntad propia, y esta voluntad es imprescindible para conseguir ese despertar que lleve a la persona a actuar en su propio beneficio, que concuerda perfectamente con el beneficio de todos los que le rodean, ya que no hay mayor felicidad que vivir entre personas felices.
En estos momentos también me vino a la mente la fenomenal perspectiva de futuro que hizo el político y filósofo británico del siglo XIX, John Stuart Mill en su libro Sobre la Libertad, para que después digan que el futuro no se puede predecir; les reproduzco aquí un fragmento para que juzguen por ustedes mismos:
Aparte las doctrinas particulares de pensadores individuales, existe en el mundo una fuerte y creciente inclinación a extender en forma extrema el poder de la sociedad sobre el individuo, tanto por medio de la fuerza de la opinión como por la legislativa. Ahora bien, como todos los cambios que se operan en el mundo tienen por efecto el aumento de la fuerza social y la disminución del poder individual, este desbordamiento no es un mal que tienda a desaparecer espontáneamente, sino, al contrario, tiende a hacerse cada vez más formidable. La disposición de los hombres, sea como soberanos, sea como conciudadanos, a imponer a los demás como regla de conducta su opinión y sus gustos, se halla tan enérgicamente sustentada por algunos de los mejores y algunos de los peores sentimientos inherentes a la naturaleza humana, que casi nunca se contiene más que por faltarle poder. Y como el poder no parece hallarse en vía de declinar, sino de crecer, debemos esperar, a menos que una fuerte barrera de convicción moral no se eleve contra el mal, debemos esperar, digo, que en las condiciones presentes del mundo esta disposición no hará sino aumentar.”
No les falta nada de razón a estos grandes pensadores del pasado, ya que ellos se sustentaban en la historia que, como siempre digo, es la gran educadora de la humanidad. Otro gran pensador fue el alemán Nietzsche, que definió al hombre superior como el ser «de la más larga memoria», refiriéndose a su capacidad de recordar los errores cometidos en el pasado y aprender de ellos. No hay duda de que, en la actualidad, este hombre superior está siendo devorado irremediablemente por el hombre-masa de Ortega y Gasset.
Una prueba de que esto que nos está ocurriendo no es ningún fenómeno nuevo, la tenemos en el poeta y pensador romano Horacio que, habiendo nacido en el año sesenta y cinco antes de Cristo, escribió: “Nuestros padres, peores que nuestros abuelos, nos engendraron a nosotros aún más depravados, y nosotros daremos una progenie todavía más incapaz”. Dos siglos más tarde no había en todo el Imperio bastantes itálicos medianamente valerosos con quienes cubrir las plazas de centuriones, y hubo que alquilar para este oficio a dálmatas, y luego, a bárbaros del Danubio y el Rin. Mientras tanto, las mujeres se hicieron estériles e Italia se despobló. El final era de prever, los extranjeros terminaron aprovechándose de esta debilidad llevando a su fin al otrora poderosísimo Imperio romano.
Como ven, no hace falta ser un genio, simplemente basta con conocer un poco nuestra larga (o al menos, variada) historia, para comprender que con este comportamiento que predomina hoy, donde prevalece el ansia de riqueza y de poder por encima de todo lo demás, donde la voluntad de la muchedumbre anula por completo a la del individuo, que vaga a la deriva, sin rumbo fijo, buscando los que otros consideran que debe ser «el éxito» de la forma más rápida y sencilla, con el menor esfuerzo posible; como decía, bastaba con echar un simple vistazo a la historia para comprender a donde nos llevaba toda esta locura sin sentido.
Pero el problema de nuestros gobernantes y de la gente en general, no es que no conozcan el pasado, es algo mucho más grave, que no les importa para nada el futuro, ya que éste no es rentable, y por tanto, no piensan en él ni en las consecuencias que traerán los actos realizados en el presente. De nuevo me van a permitir que cite a Ortega y Gasset; él comprendió muy bien este hecho y lo expresó mucho mejor que yo:
El Poder Público se halla en manos de un representante de masas. Estas son tan poderosas, que han aniquilado toda posible oposición. Y, sin embargo, el Poder público, el Gobierno, vive al día; no se presenta como un porvenir franco, no significa un anuncio claro de futuro, no aparece como comienzo de algo cuyo desarrollo o evolución resulte imaginable. En suma, vive sin programa de vida, sin proyecto. ... De aquí que su actuación se reduzca a esquivar el conflicto de cada hora; no a resolverlo, sino a escapar de él por el pronto, empleando los medios que sean, aun a costa de acumular con su empleo mayores conflictos sobre la hora próxima. Así ha sido siempre el Poder público cuando lo ejercieron directamente las masas: omnipotente y efímero.
El hombre-masa es el hombre cuya vida carece de proyecto y va a la deriva. Por eso no construye nada, aunque sus posibilidades, sus poderes, sean enormes.
El tipo medio del actual hombre europeo posee un alma más sana y más fuerte que la del pasado siglo, pero mucho más simple. Se les han dado instrumentos para vivir intensamente, pero no sensibilidad para los grandes deberes históricos; se les ha inoculado atropelladamente el orgullo y el poder de los medios modernos, pero no el espíritu. Por eso no quieren nada con el espíritu, y las nuevas generaciones se disponen a tomar el mando del mundo como si el mundo fuese un paraíso sin huellas antiguas, sin problemas tradicionales y complejos
.”
Todo lo que este notable pensador describía hace casi un siglo, se podría multiplicar hoy en día por dos, o por cuatro; tengan en cuenta que por aquella época, Europa contaba con una población de unos cuatro ciento sesenta millones de habitantes; en la actualidad ha crecido casi el doble, siendo el continente donde el crecimiento demográfico ha sido el menor de todo el planeta, con bastante diferencia.
La pregunta era, ¿podría Santiago hacer brotar esa barrera de convicción moral que Stuart Mill creía necesaria en tiempos como éstos, para no caer en el hondo pozo cavado por las ansias de poder de unos pocos? El tiempo sería el único que podría decírnoslo.
Mientras tanto habría que seguir pendiente de lo que acontecía en el mundo y de las distintas reacciones producidas. En los días anteriores a la reunión con la Asamblea General de la ONU, Santiago se mantuvo muy ocupado en Colombia y Afganistán principalmente, desmantelando toda la extensa red dedicada al narcotráfico de cocaína y sustancias derivadas del opio. Actuó primero en los países productores, y de ahí fue llegando hasta los grandes traficantes. Con éstos no tuvo compasión ninguna, acabando incluso casi por completo con familias enteras dedicadas a esta práctica.
Irene seguía enviándome diariamente informes e imágenes de todas, o casi todas, las actuaciones de Santiago. Muchas de estas imágenes no eran transmitidas por televisión porque podían parecerles demasiado violentas y crueles a determinados espectadores. Santiago tenía que ser implacable pero, al mismo tiempo, también quería cuidar un poco su imagen ante algunos sectores de la sociedad. Mucha gente son así, quieren justicia, vivir seguros y tranquilos, pero prefieren no ver como se ejerce esta justicia, mientras ellos almuerzan en sus hogares con sus familias sin tener que preocuparse por nada, pensando que todo va bien y que el mundo es un lugar maravilloso donde todos viven igual de bien que ellos.
Los estadounidenses son un claro ejemplo de lo que estoy diciendo. Antes de que llegara Santiago, este país ostentaba el doloroso record de muertes producidas por la violencia callejera con una media de unas treinta mil personas al año muertas por disparo de arma de fuego. La gente demandaba mayor seguridad, los alcaldes de las grandes ciudades no sabían ya qué hacer para controlar esta masacre, derivando el problema al gobierno central. Y éste era incapaz de redactar la única ley que, por lógica, podía frenar un poco esta barbarie: la prohibición de las armas para uso civil.
Un país donde uno de cada tres ciudadanos posee un arma propia, donde cualquier individuo se puede comprar cualquier tipo de arma de fuego como el que se compra un juguete, donde a los niños se les enseña a disparar antes que a pensar. ¿Qué esperaban? No cabía otra salida que el aumento masivo de la violencia que se estaba produciendo.
Pues, como iba diciendo, e aquí un ejemplo de la paradoja del ser humano. No se pueden ni imaginar el follón que se había formado en dicho país tras el cierre de todas las armerías y fábricas de armas. Era increíble, la muchedumbre se había echado a la calle a protestar como nunca antes lo había hecho por el incremento de la violencia o por otros motivos más preocupantes. Hasta ahora, nadie se había percatado de lo que esta industria suponía en este país.
Por supuesto que seguían existiendo miles de armas de fuego por todo el país, sería imposible incluso para Santiago acabar con todas ellas en tan poco tiempo, y la violencia callejera, no sólo no había disminuido, sino que casi había aumentado. Las bandas callejeras se habían hecho dueñas de muchos barrios de las grandes ciudades aprovechando la confusa situación que reinaba en el país, ya se sabe, a río revuelto ganancia de pescadores. Llevaría tiempo conseguir el control y la estabilidad en una nación así, pero esto era algo que Santiago ya sabía. Él contaba con que, al haber destruido todas las fábricas de municiones también, algún día se acabarían éstas, y sería más fácil para las fuerzas del orden luchar contra esta gentuza.
Al fin y al cabo, todo esto no era más que fruto de la tan venerada democracia a la que tanto bien le debemos..., y tanto mal. Mucha gente me pregunta a menudo por qué critico tanto lo que para la gran mayoría es algo tan maravilloso y productor de felicidad como es el régimen democrático en el que vivimos. Como siempre, dominados por un pensamiento dualista: si no estás a favor de algo, es que estás en contra.
Mi respuesta siempre es la misma. Yo no estoy en contra de la democracia; los principios democráticos son el mejor fruto que ha podido dar una civilización. Igualdad, libertad y fraternidad, ¿qué más se puede pedir? Como suele suceder, la teoría es muy bonita, pero somos incapaces de llevarla a la práctica.
No había ningún país democrático, antes de la llegada de Santiago, donde cada día la desigualdad no fuera mayor, los ricos cada vez más ricos y los pobres más pobres. En cuanto a la libertad, ésta debe estar regida estrictamente por lo que marca la ley y la justicia que es la que impone los límites, o al menos, así debía ser; en la realidad, la libertad de cada uno sólo estaba restringida por las ansias de riqueza y poder de cada individuo, dependiendo de sus posibilidades, materiales o intelectuales, pasando por encima de la ley siempre que fuera necesario. Es más, el infringir la ley era algo que, incluso, se veía hasta bien, sobretodo entre los más jóvenes, sin duda, alentados por lo que contemplaban entre sus mayores.
De la fraternidad, mejor ni hablamos.
Puestos a valorar ideologías políticas, todas están sustentadas en principios magnánimos y loables (no hay más que dar un repaso al ideal del tan criticado comunismo); ya hemos demostrado que sabemos perfectamente lo que nos conviene. Lo que hasta ahora no hemos sido capaces de demostrar es que sabemos también llevar a la práctica esos principios que tan bien sabemos escribir y expresar.
Después de escuchar a tantos políticos de distintas ideologías y pensamientos, he llegado a la conclusión de que estas ideologías son lo de menos, lo realmente importante del político (como de cualquier persona) son sus convicciones morales, sus virtudes y, sobretodo, su grado de conocimiento.
Digo sobretodo porque, de todos es sabido, o al menos así lo quiero suponer yo, que la mayoría de los líderes son personas moralmente juiciosas, que realmente desean lo mejor para sus ciudadanos, aunque sea por la pura vanidad de pasar a la historia como grandes personajes; el problema de casi todos ellos radica en su ignorancia. Por muy buenas intenciones que tenga el pastor, si no sabe cómo conducir a sus ovejas a los mejores prados, terminará perdiendo a su rebaño.
Al menos esta era la teoría en la que se basaba el plan de Santiago. Él se encargaría de enseñar a los distintos pastores como llevar a sus ovejas a los mejores pastos y, al mismo tiempo, también enseñaría a éstas a que lo mejor para ellas era el dejarse conducir por los primeros.
Yo, personalmente, tenía puesta más confianza en las futuras generaciones, siempre y cuando funcionara el nuevo sistema educativo que Santiago pretendía imponer. A mi entender, ahí estaba la clave. Si conseguíamos dar a los niños una buena educación, inculcándoles valores tan importantes como la tolerancia, el respeto, el sentido del deber y del esfuerzo, todo lo demás caería por su propio peso. Pero, aún así, seguiría siendo insuficiente si no se consigue mantener el sistema por tiempo indefinido; aunque, pensándolo bien, ya lo dijo Santiago, nada es eterno. Tarde o temprano, el hombre volverá a cometer los mismos errores de siempre y, probablemente, continuarán surgiendo y cayendo civilizaciones hasta que, un buen día, una de estas civilizaciones no deje nada para otra que venga detrás. ¿Hubiéramos sido nosotros ésta de no haber aparecido Santiago?

2 comentarios:

genialsiempre dijo...

Lo siento Pedro, pero me he saltado todos los textos filosóficos y todavía me parece pesado. Este capítulo se puede eliminar y no altera el contenido de la historia, ¿no te parece?.

José María

Anónimo dijo...

Siento entrometerme una vez más dónde no me llaman... pero es que cada vez que leo un comentario (da igual quién lo escriba) despotricando inmunemente contra la filosofía y pienso, que quién lo ha escrito, almenos es lector, se me revuelve el estómago. Cómo pueden los lectores (buenos o malos, pero lectores al fin y al cabo) despreciar lo mejorcito de las humanidades? Dicen que en los mundos del Señor te encuentras de todo, a ver si es verdad y de debajo las piedras empiezan a salir personas que sepan admirar la belleza no sólo estética.

Salu2s